Mis padres fueron bautizados en Belén, muy cerca de la tierra y del río en que se bautizó Jesús.
Desde niños se habituaron a los venerables ritos de la Iglesia Ortodoxa, a los sacerdotes de hermosa barba , al canto solemne en árabe y en griego, al incienso, a los íconos, a la comunión en ambas especies y al pan bendito para llevar a casa.
Su pertenencia a la Iglesia Ortodoxa les grabó en el corazón algunas convicciones indelebles: que Dios existe y es providente , y que su voluntad es siempre lo mejor; que Jesucristo es el Hijo de Dios, vencedor de la muerte ; que María es verdadera Madre de Dios y soberana del mundo en el orden de la gracia; que el hijo respetuoso y amante de sus padres merece especial bendición de Dios; que el amor humano se hace santo en el matrimonio, monógamo y fiel; que cada uno ha de vivir del trabajo de sus manos, y que ayudarse en la desgracia y perdonarse en la querella – sobre todo antes de comulgar – son exigencias básicas de la moral cristiana.
Pero también se les grabaron otras cosas. Mis padres nacieron y crecieron en un ambiente donde los cristianos católicos y los cristianos ortodoxos se miraban con indecible desconfianza; a ratos superior al recelo que mediaba entre cristianos y musulmanes. Ellos fueron testigos de cuantas muchachas católicas se que daban solteras, solo porque siendo los católicos minoría, sus padres se negaban pertinazmente a dejarlas casar con jóvenes ortodoxos.
Oían a los curas de uno y otro rito atronar con amenazas de excomunión a quienes osaran contraer nupcias con alguien de la otra Iglesia. Algunos orientales, émulos de Romeo y Julieta, prefirieron arrostrar estas iras eclesiásticas y paternas antes que renunciar a su amor.
Llegados a Chile – todavía niños - , mis padres continuaron profesando la fe ortodoxa, y en ese rito contrajeron matrimonio. Pero a todos sus hijos nos hicieron bautizar en la fe católica, y confiaron nuestra educación a un colegio católico. Cuando yo fui llamado al sacerdocio, mi madre, deseosa de comulgar de mis manos, fue notificada por un funcionario eclesiástico de que, para hacerlo, debía renegar solemnemente de su fe ortodoxa y hacerse bautizar de nuevo, como si nunca lo hubiera estado.
Mis buenos maestros de religión me inculcaron que no puede haber salvación sino en la Santa Iglesia Católoica Romana. Yo miraba a mis abuelos – todos ellos ortodoxos- y sentía escalofríos. Vivían santamente, tenían una fe indestructible , una fidelidad heroica; se consumían sirviendo y haciendo el bien a todos : Una abuela mía acogía en su casa a todos los mendigos ambulantes y, siguiendo el ejemplo de las santas mujeres de la cristiandad primitiva, les lavaba los pies . . . ¡ Y siendo así se iban a condenar !
En mis estudios de Teología empecé a calmarme. Aprendí que en definitiva Dios juzga a cada cual según la fidelidad a su honesta conciencia. Y que nadie , que sin su propia culpa ignore que en la Iglesia Católica se encuentra el camino revelado por Dios para salvarse, puede por ese solo hecho ser objeto de condenación divina.
También aprendí que las iglesias cristianas de Oriente tienen preciosos tesoros litúrgicos, himnos, oraciones, devoción a la Virgen y a los Santos, amor a la Sagrada Escritura , mártires , doctores y maestros de la fe, una inagotable riqueza de vida religiosa – monacato , virginidad – y de fecundidad teológica.
¿Entonces, por qué el cisma? ¿Por qué esta división entre iglesias cristianas, abiertamente contraria a la voluntad de Cristo y escándalo para el mundo? Comenzó a gestarse desde el Siglo VIII, por cuestiones que hoy nos parecen insustanciales : la legitimidad de la imágenes religiosas; la fecha de celebración de la Semana Santa; la levadura en el pan eucarístico; la barba de los sacerdotes. Había naturalmente , otras cuestiones de mayor entidad: la formulación precisa de la doctrina sobre el Espíritu Santo; la extensión del celibato a todos los sacerdotes y no sólo al Obispo; y el primado y capitalidad de la Iglesia Romana.
Ninguna que no pudiera solucionarse, entonces y ahora, dejando a un lado las razones del prestigio u orgullo y encarando las cosas con serena caridad.
Ese es el nuevo espíritu que, sobre todo desde el Concilio Vaticano II , preside ahora las relaciones entre la Iglesia Ortodoxa y la Católica . En 1964, Paulo VI y Atenágoras se estrecharon en emocionado abrazo de reconciliación. Al año siguiente , concluido el Concilio , las Iglesias de Roma y Constantinopla levantaros simultáneamente la excomunión recíproca pronunciada nueve siglos atrás : “Queremos –dijo Paulo VI- enterrarla , y anularla, y relegarla al olvido. Lamentamos los hechos y palabras de aquel tiempo, que no pueden aprobarse “. “Ha habido culpa de hombres de una y otra parte –había admitido el Concilio -, pero a todos los que se nutren con la fe de Cristo, la Iglesia Católica los abraza con respeto y amor y los reconoce sus hermanos en el Señor”.
Por eso está Juan Pablo II en Turquía. Asistiendo a la misa celebrada por el Patriarca Ortodoxo, Demetrio I. Anunciando que se abre ya el dialogo teológico de Iglesia a Iglesia, como un todo. Poniendo fin al drama y escándalo de que discípulos del mismo y único Maestro no puedan participar del mismo altar ni exhibir con su ejemplo el distintivo del Señor: la unidad.
También aquí en Chile saludo, con todo mi cariño y respeto, a mis hermanos ortodoxos, sacerdotes, teólogos, y fieles. Comiendo juntos hojas de parra rellenas con carne y arroz, y dulces de masa de hojas con nuez molida y almíbar, podemos ir preparando el día feliz en que estaremos todos sentados a la única mesa de Dios, nuestro Padre común.
1 de Diciembre de 1979
Raul Hasbun Zaror
Del libro “Buenos días país”
Editorial Andrés Bello, Mayo de 1983
Recopilación de artículos publicados en el diario “La Tercera”